Tenemos
sobrevalorado el altruismo, cuando es causa de muchos vacíos
internos y adicciones.
Consideramos
que es amor “sacrificarse por los hijos” o “perder la vida”
para vivir la de los hijos (esto último lo dicen más los hombres).
Posiblemente es consecuencia de la cultura cristiana y porque nos
venden en la televisión los superhéroes o héroes que se sacrifican
y mueren por los demás y son adorados. Pero no nos dicen toda la
verdad.
Según
la Rae, altruismo significa: “Diligencia en procurar el
bien ajeno aún a costa del propio”. También encontramos
definiciones que tratan de suavizar eso de perjudicarse para
beneficiar a otro y giran la definición hacia generosidad, en una
distorsión de la realidad.
El
altruismo comienza a desarrollarse a los 18 meses según las
investigaciones realizadas, y en esa edad tiene un sentido. Es cuando
los niños se dan cuenta de que son alguien diferente de los demás.
Es su primera etapa de independencia, y cuando toman conciencia de su
dependencia de los mayores.
En
un niño, el altruismo tiene coherencia con el instinto de
supervivencia. Lo que necesita sólo lo puede obtener a través
de los otros, de sus padres, y por ello es imprescindible que ellos
tengan prioridad antes que él mismo. Trata de complacerles y hacer
lo que quieran para obtener su atención, su amor. Luego, a medida
que va creciendo, va aprendiendo a ser autónomo y colaborar con el
grupo.
Cuando
soy adulto, es mi responsabilidad atender
mis necesidades. Si mi educación ha sido la correcta, habré
aprendido que “hacer por los demás lo que quiero
que hagan por mí” ya no vale, es todavía
infantil, salvo que lo haya pactado verbal y claramente antes con
otro.
El
nivel adulto de moral y ética es “tratar de obtener el
mayor el bienestar de todos los que forman parte de la situación o
el grupo al que pertenezco, incluido yo”.
Ya
no funciona intentar que el otro tenga bienestar para poder tenerlo
yo. Puedo cuidar mi bienestar y, después, trasmitir o ayudar a que
los demás también lo tengan, y eso sí que funciona porque tengo la
capacidad para hacerlo.
Compruébalo:
Nos pasamos la vida tratando de complacer a los demás, buscando una
devolución que no obtenemos. ¿Te has preguntado cuántas veces
consigues complacer a los demás? Y si lo logras, ¿cuánto dura el
efecto? Suele ser casi siempre la misma respuesta.
Habrá
quien se diga que a veces hay que anteponer a alguien o hacer un
sacrificio. Si, claro, a veces si. Pero es necesario que el
sacrificio sea una decisión consciente. Si
yo dejo algo mio para atender a otro, es necesario que me de cuenta
de que es mi elección. En caso contrario paso al otro mi
responsabilidad, “lo hago por ti”, cuando posiblemente ni te lo
ha pedido. Cuando la decisión es consciente, he elegido lo que
prefiero hacer, no pierdo mi protagonismo, y lo puedo hacer con
alegría y bienestar.
El
sacrificio , como el estrés, ha de ser una situación
puntual, que soltemos y nos podamos relajar, no un estado mantenido
en el tiempo.
Para
los católicos: Incluso Jesús, tan relacionado con el sacrificio por
la Iglesia, dijo: “Ama al otro como a ti mismo” Ni menos ni
tampoco más.
El
problema principal es cuando me hago adulto y,
sin darme cuenta, sigo esperando que los demás me den lo que ya
me corresponde a mi obtener, cuando sigo pensando que la vida es un
“toma y daca”, cuando no reconozco que mi vida
es mía y que soy el protagonista principal, el
responsable principal.
El
problema es cuando sigo dando y dando para que me den, para que me
devuelvan, y al otro lo voy avasallando y agobiando con tanto dar y
se siente incapaz de hacer otra cosa que recibir, ...le supone
demasiada lucha equilibrar eso.
El
problema es que ya estoy tan entrenado a dar, que ni me doy cuenta de
que quizás no me permito recibir, “yo soy generoso, no soy
egoísta”.
Y
el problema es que voy creándome un vacío
interno. Quizás empezó a aparecer con los déficits que
pudieran tener mis padres, y que sigo manteniendo con esa costumbre
de no atenderme.
Y
el problema es que a veces todavía me surge una voz interna
saludable que dice “¿Y yo qué?”, que busca el equilibrio, pero
no la dejo salir. No me permito ser egoísta, pensar en mi, darme lo
que necesito, “me rechazarán”.
Y
otras veces siento rabia hacia el otro que tiene lo que yo no tengo (
quizás se lo acabo de dar yo), y no me permito expresarla, no la
entiendo.
Y
en el peor de los casos, esa rabia que no puedo expresar la vuelvo
contra mi, y la convierto en críticas y reproches. El vacío de
cariño y bienestar en mi interior es muuuuy grande.
Entonces
evito encontrarme con todo eso que me crea malestar y evito estar
solo, así no me pongo a “pensar” o, por el contrario, me alejo
de todos, me aíslo para no obligarme a atender a nadie, desconectar
del conflicto interno, y bebo, fumo, trato de llenar ese vacío que
siento en mi interior, muchas veces con adicciones, ... hay muchas
alternativas y no suelen ser saludables.
¿Qué
puedo hacer?
Dejar
de huir de mi mism@. Empezar a darme por lo menos lo mismo que
doy a los demás.
Atender
a qué siento y escribir, vaciar en el papel lo que siento, mi
malestar. El acto de escribir me va equilibrando emocionalmente.
Necesito permitirme sentir la rabia para aprender a manejarla. Si
quiero aprender a utilizar un recurso necesito reconocerlo y tomarlo.
Conocer,
sentir el vacío, la soledad, el aburrimiento y darme cuenta que
me asustaba mi propia huida.
Escuchar
mis pensamientos dándome cuenta de que yo no soy ellos y que
puedo elegir si los atiendo o los dejo pasar.
Aprender
a defenderme de lo que me digo que me perjudica y que sólo suele
ser verdad en parte. Convertir los reproches y la critica machacona
en algo que me pueda servir.
Sentir
mi cuerpo, mi respiración, y hacer un poco de ejercicio que
seguro que me ayuda a estar mejor y equilibrar mente, emoción y
físico.
Empezar
a reconocer que mi vida es mía y a elegir que quiero hacer con ella.
Dejar
de vivir la vida como una obligación: “Tienes que, has
de, debes,...” y elegir y tomar decisiones, también, en función
de lo que me apetece, quiero y necesito. Cuando uno es adulto siempre
elige, incluso cuando deja que los demás elijan por el.
Darme
permiso para dejar de ser siempre fuerte, valiente y generoso.
Permitirme ser a veces vulnerable y otras fuerte, dar y recibir,
cobarde y valiente, generoso y egoísta, por lo menos lo suficiente
para cubrir mis necesidades básicas.
Crearme
un ambiente de bienestar que genera salud y disfrute.
Es
un regalo para un hijo que sus padres se cuiden y atiendan, que
valoren su vida y la enriquezcan, y enseñen con el ejemplo a
respetarse y amarse.
Marta
Vidal Ginestal
Psicóloga-Valencia